Cuando se quiso dar cuenta, era otra vez otoño. Las uvas estaban maduras y el campo propicio para la vendimia. Pelerín, el espantapájaros, lo sentía en las espigas de su relleno. Lúcios, el mochuelo, lo sentía en las plumas de sus alas. En la granja, todo era alboroto ante las viñas preñadas de oro.
El ave voló hasta posarse sobre el espantajo:
- Buenos días, guardián de los pastos, quién pudiera contemplar el paso de las estaciones impertérrito.
- Buenos días, guardián de los bosques, quién pudiera recorrer la noche silencioso y voraz.
Así se saludaban, cada otoño, Pelerín el espantapájaros y Lúcios el mochuelo.El solsticio estaba próximo, y la vieja rapaz acudía a su llamada.
Días tras día, durante la recolección, Lúcios venía a dormitar sobre los hombros de Pelerín. Con sus patas fijas en los brazos de escoba, el ave musitaba historias de ratones huidizos y liebres suculentas, de persecuciones bajo las estrellas, del murmullo de la noche entre los olivos.
Noches tras noche, durante la cosecha, Pelerín susurraba maravillas al oído atento de Lúcios: la belleza de los amaneces, el espesor de la niebla matutina, el calor del sol sobre la tierra fértil, el germinar de las semillas entre los rastrojos, el grito de la vida en los campos.
Mientras la Luna crecía, la uva era recogida y los racimos asolados, las prensas engrasadas y las tinajas lavadas. Al fin una noche, la Luna resplandeció llena en el firmamento, entonces los hombres llenaron los tambores, las mujeres se arremangaron las enaguas, y se inició el ritual del vino. Las risas de los niños desvelaban los campos, mientras madera y carne observaban en silencio, los ojos amarillos de Lúcios fijos en los vapores que escapaban de las prensas. Pronto el mosto brotó de los caños y las mujeres bailaron la uva para evitar la fermentación.
La Luna se desdibujaba ya en el horizonte cuando despertó el Espíritu del vino. Entre los vahos de la maceración emergió somnoliento, y Lúcios emprendió el vuelo. Tres círculos, tres, arremolinando los humores. Tres círculos, tres, batiendo las poderosas alas para elevar los vapores de la uva hasta el brillante astro. El remolino llegó a su cénit, y el Espíritu del vino se hinchó de amor al rozar la Luna. Después, extasiado, se desplomó sobre la Tierra y rodó alegre hasta los pies del espantapájaros, donde Lúcios y Pelerín esperaban en silencio.
- El tiempo está maduro, O Espíritu -entonaron- hemos cumplido nuestra parte, concédenos, pues, lo que más deseamos.
Entonces, el mochuelo hundió sus garras en el frío leño, y el Espíritu del vino se disipó en el amanecer, ahogándoles con su aliento.
Y así, un año más, al romper el sol, el que surcaba los cielos quedó fijo a la tierra, y las raíces de palo emprendieron el vuelo.
El ave voló hasta posarse sobre el espantajo:
- Buenos días, guardián de los pastos, quién pudiera contemplar el paso de las estaciones impertérrito.
- Buenos días, guardián de los bosques, quién pudiera recorrer la noche silencioso y voraz.
Así se saludaban, cada otoño, Pelerín el espantapájaros y Lúcios el mochuelo.El solsticio estaba próximo, y la vieja rapaz acudía a su llamada.
Días tras día, durante la recolección, Lúcios venía a dormitar sobre los hombros de Pelerín. Con sus patas fijas en los brazos de escoba, el ave musitaba historias de ratones huidizos y liebres suculentas, de persecuciones bajo las estrellas, del murmullo de la noche entre los olivos.
Noches tras noche, durante la cosecha, Pelerín susurraba maravillas al oído atento de Lúcios: la belleza de los amaneces, el espesor de la niebla matutina, el calor del sol sobre la tierra fértil, el germinar de las semillas entre los rastrojos, el grito de la vida en los campos.
Mientras la Luna crecía, la uva era recogida y los racimos asolados, las prensas engrasadas y las tinajas lavadas. Al fin una noche, la Luna resplandeció llena en el firmamento, entonces los hombres llenaron los tambores, las mujeres se arremangaron las enaguas, y se inició el ritual del vino. Las risas de los niños desvelaban los campos, mientras madera y carne observaban en silencio, los ojos amarillos de Lúcios fijos en los vapores que escapaban de las prensas. Pronto el mosto brotó de los caños y las mujeres bailaron la uva para evitar la fermentación.
La Luna se desdibujaba ya en el horizonte cuando despertó el Espíritu del vino. Entre los vahos de la maceración emergió somnoliento, y Lúcios emprendió el vuelo. Tres círculos, tres, arremolinando los humores. Tres círculos, tres, batiendo las poderosas alas para elevar los vapores de la uva hasta el brillante astro. El remolino llegó a su cénit, y el Espíritu del vino se hinchó de amor al rozar la Luna. Después, extasiado, se desplomó sobre la Tierra y rodó alegre hasta los pies del espantapájaros, donde Lúcios y Pelerín esperaban en silencio.
- El tiempo está maduro, O Espíritu -entonaron- hemos cumplido nuestra parte, concédenos, pues, lo que más deseamos.
Entonces, el mochuelo hundió sus garras en el frío leño, y el Espíritu del vino se disipó en el amanecer, ahogándoles con su aliento.
Y así, un año más, al romper el sol, el que surcaba los cielos quedó fijo a la tierra, y las raíces de palo emprendieron el vuelo.
3 comentarios:
Esto esta Barbaro
me ha gustado mucho.
Saludos plieguesticos
Ali: te estoy repartiendo por Córdoba y es un verdadero placer... es hermoso lo que escribiste...
Cariños.
el vino en el otoño es bello. y mas disfrutandolo con alguien. yo cada vez que me subo a un avion pido copa de vino!! jaja ahora saque vuelos baratos para ir a estados unidos, espero que haya para la clase turista
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